Adentrarse en la obra de Jean Claude es caer precipitadamente en la madriguera de Lewis Carroll, una mirada singular a la cotidianidad.
El artista de origen francés y de padres españoles,de Cristóbal de la sierra, reconstruye aperos de labranza que han quedado obsoletos y olvidados. Genera una nueva lectura del campo a través de los objetos de la memoria apelando a la sensibilidad histórica y a un arte participativo.
En esta nueva aventura, reconduce un debate humanista en que la ética prima sobre la estética y los conceptos como imagen y forma ceden ante este principio.
Aborda con especial sentido del humor y de una manera mordaz la problemática actual sobre la emigración, haciendo alusión a la memoria: todos somos hijos del pasado.
Se trata de una experiencia sensorial que nos traslada inmediatamente a la tradición, a los olores del estío, a la tierra, a donde pertenecemos.
Ana Alonso
Hace frío en la calle, pero una vez que traspasas la puerta, se te mete el verano dentro. Sí, así, como suena, porque la última exposición de Jean Claude, nos transporta a los veranos de la infancia, a los de los juegos infantiles y los insectos revoloteando a la hora de la siesta, los de la trilla y el heno y los muebles en la vieja casa de la abuela, en la que nos refugiábamos del calor y sus efectos. Jean Claude vuelve a sorprendernos con su inagotable imaginación, su exuberancia, sus mensajes secretos escondidos tras alambres de espino o en maletas desvencijadas. Vuelve para contarnos su vida y proponernos rebuscar en la nuestra, para que nos miremos en los espejos del pasado y afrontemos nuestras miserias a golpes de humor y de campana. No es fácil ver una exposición así. Hay que pasearla lento, fijarse en todos los detalles y volver a mirar con ojos nuevos. Hacerse todas las preguntas posibles y dejar que las respuestas aparezcan sin forzarlas. No es una exposición de un día. Hay que ir y venir y volver de nuevo porque tienes la sensación de que algo se te escapa, de que lo que allí se te muestra no es más que el principio de un número que no tiene fin. Como si de matrioskas se tratara, hay que mirar dentro de cada obra, de cada pieza, para poder encontrar -o quizás no- lo que parece inalcanzable y lejano.
Isabel Sánchez Fernández
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