A este lado del espejo
Lo que aquí tenemos son fotografías de escaparates de locales comerciales
clausurados y pintados de blanco para ocultar su interior vacío e incluso su
vacío interior. En los cristales tintados se refleja la ciudad. El artista ha
captado ese reflejo y como tal lo presenta -imagen de una imagen- bajo dos
líneas de trabajo. Primero, el impresionismo como apariencia final de gran
parte de las tomas y como procedimiento: volver al lugar para fotografiar de
nuevo, bajo otra luz; deambular por la calle en busca de lo característico del
paisaje urbano, del espacio y el tiempo en que se unen fondo y forma. En
segundo lugar, la absenta, la bebida espiritosa preferida por los vanguardistas
del siglo XIX, muy relacionada con procesos de inspiración y psicodélicos. Su
vinculación con estas imágenes tiene una triple vía: en su preparación
tradicional -con azúcar y agua- toma la misma tonalidad lechosa que la que
pintura usada en los escaparates; sus efectos nublan la vista pero abren camino
a visiones alternativas; y su mismo nombre remite a la ausencia, tema central
de esta serie.
Una colección de variaciones sobre una premisa tan bien trabada conceptualmente
como toda su obra reciente: de alguna manera, resulta asombrosa la aparente
facilidad de Jean Claude para transitar coherentemente del concepto a la
materialización final de sus piezas. En la base de su pensamiento se encuentra
un cierto afán por la reconciliación de conceptos opuestos, la reutilización de
materiales encontrados para otorgarles un nuevo significado, el buen uso del
humor negro y un rechazo al orden establecido en general y al orden social en
particular. Y no estoy hablando de crítica social, un término que ya
parece absorbido y amortizado, sino de un situarse al margen y desde allí, bajo
sus propios parámetros de producción artística, elaborar objetos e imágenes
simbólicas que documenten la magnitud de la tragedia y del esperpento. Junto
con su serie anterior, Deberes para Jesús, el autor hace un retrato tan
incómodo y lúcido como gozosamente carente de sobreactuación sobre la miseria
cívica y moral de la España del ladrillo, el narcótico y el smartphone.
En esta serie entran en juego asuntos como autoría-documentación,
gestualidad-objetividad, dos vacíos separados por un espejo, tiempo-espacio,
emoción-frialdad, blanco-color, idealización-realidad… y especialmente la
idea impresionista de reconstrucción de una imagen para el espectador cuyo
referente real, la ciudad tal y como la conocemos desde la Grecia antigua como
la sede preferente del poder civil, está sufriendo un proceso de destrucción en
muchos órdenes. Y así aparece aquí: como una colección de instantáneas para la
localización de una película postapocalíptica, vacía de gente y de significado.
Una ruina que no termina de serlo.
Las obras de Jean Claude pivotan sobre una serie de paradojas, generalmente
inquietantes, casi siempre más de dos, como si sobraran. Y ese remolino de
conceptos suele acabar convertido en un objeto a veces estéticamente bello, a
veces grotesco, en muchas ocasiones compuesto con una mínima manipulación
técnica. En estos casos, la obra revela tal poder metafórico que su propia
transparencia la hace bella: podemos contemplar tanto el resultado final como
la chispa que la originó y reconocer en ella la personalidad del artista.
Este método de cazador/recolector que sigue Jean Claude -que le puede llevar a
recorrer kilómetros para visitar a un mendigo bajo un puente o rebuscar en
mercadillos para construir un arpa con pistolas de juguete, que espera meses a
terminar una serie- provoca una sensación como de que es sencillo. De que las
ideas, los objetos y las imágenes están ahí, que crecen en un campo y se
cosechan en septiembre. Sin embargo, sólo el buen espigador sabe que cuando
recorres los sembrados en busca de los restos, lo importante es conocer lo que
es bueno y solo cargar con lo que sirve para tu guiso.
Al otro lado del espejo
No sabría decirte cuándo todo empezó a venirse abajo, te diría si le preguntaras
al mercader de alfombras. Tal vez aquel día en que no entró nadie en la tienda,
ni para preguntar. Quizá cuando las torres de pisos que antes veía como
colmenas, hogares, se convirtieron en farallones, acantilados fronterizos entre
su miseria y la miseria general. El día en que pensó en que lo que había
constituido su tranquila forma de vida -la satisfacción de una necesidad real
de la gente a cambio de un beneficio económico- estaba desapareciendo. El día
en que tuvo tiempo para pensar. Cuando los cambios de luz y de tiempo fuera de
la tienda le empezaron a resultar indiferentes, él, que era un metrónomo de los
flujos de clientes en función del clima y las estaciones. Recuerda cuando se
hinchó de esperanza por la vía ideológica convenciéndose a sí mismo y a otros
mediante una carta al director del periódico en la que decía que el tejido
urbano no tiene sentido sin comercio y viceversa y que qué tipo de ciudad nos
espera en los tiempos de Amazon, todo drones y semiesclavos en naves logísticas
y gente en casa esperando al repartidor, y qué puta Amazon. Y esa semana
tampoco entró nadie. Puede que fuera cuándo pensó que a lo mejor era todo culpa
suya, que hay que adaptarse, que quizá no resultaba todo lo emprendedor ni
proactivo que dictaban los tiempos, toda esa propaganda. Tuvo una especie de
nerviosa y excitada valentía cuando decidió pintar él mismo el escaparate de la
tienda ya vacía, colamina blanca aplicada con una esponja, pero se llenó de
tristeza al salir a la calle vacía y verse reflejado en el cristal pensando que
hay un SE VENDE en cada rincón de la ciudad y en cada alma.
Ahí fue, sí.
(Retazo inspirado en las imágenes de Absenta y en la novela El mercader de alfombras, de Phillip Lopate -Libros del Asteroide, 2007)
Antonio Marcos
https://www.elcorreogallego.es